domingo, 29 de marzo de 2009

Amor y deber


A muchos les parecerá una herejía relacionar amor con deber, pero sólo desde esta consideración es posible entender el amor para siempre y, por supuesto, el matrimonio. El filósofo Kierkegaard escribió lo siguiente: «Sólo cuando existe el deber de amar el amor se garantiza para siempre contra toda alteración; eternamente liberado en feliz independencia; asegurado en eterna beatitud contra toda desesperación».

¿Qué quiso decir con estas palabras? Nos lo explica hoy Raniero Cantalamessa: «El hombre que ama, cuanto más intensamente ama, con mayor angustia percibe el peligro que corre este amor suyo, peligro que no viene de nadie más que de él mismo; bien sabe, en efecto, que es voluble y que mañana, ¡ay!, podría cansarse y dejar de amar. Y como ahora que está en el amor ve con claridad la pérdida irreparable que ello comportaría, he aquí que se previene "atándose" al amor con la ley y anclando así su acto de amor -que sucede en el tiempo- en la eternidad».

Claro está, hablamos de amor verdadero, del amor que tiende a la eternidad, y no de cualquier sucedáneo, y el confundir ambos es lo que puede provocar el rechazo, y en última instancia el fracaso. Continúa Cantalamessa: «El hombre de hoy cuestiona cada vez con mayor frecuencia qué relación puede haber entre el amor de dos jóvenes y la ley del matrimonio y qué necesidad hay de "vincularse" al amor, que es por naturaleza libertad y espontaneidad. Así que son cada vez más numerosos los que tienden a rechazar, en la teoría y en la práctica, la institución del matrimonio, y a elegir el llamado amor libre o la simple convivencia.

»Sólo si se descubre la relación profunda y vital que existe entre ley y amor, entre decisión e institución, se puede responder correctamente a esas preguntas y dar a los jóvenes un motivo convincente para "atarse" a amar para siempre y para no tener miedo de hacer del amor un "deber". El deber de amar protege al amor de la "desesperación" y lo hace "feliz e independiente" en el sentido de que lo protege de la desesperación de no poder amar para siempre. Dame a un verdadero enamorado -apunta Kierkegaard- y verás si el pensamiento de tener que amar para siempre es para él un peso o más bien la suma felicidad.

»Nos ligamos por el mismo motivo por el que Ulises [en La Odisea] se ató al mástil de la nave. Ulises quería a toda costa volver a ver su patria y a su esposa, a quien amaba. Sabía que tenía que pasar por el lugar de las Sirenas, y temiendo naufragar como tantos otros antes que él, se hizo amarrar al mástil después de haber hecho tapar los oídos de sus compañeros. Llegado al lugar de las Sirenas fue seducido, quería alcanzarlas y gritaba para que le soltaran, pero los marinos no oían, y así superó el peligro y pudo llegar a la meta».

No nos engañemos: el que ama y no se compromete hasta el punto de deber el amor, no alcanza la meta.

miércoles, 25 de marzo de 2009

El efecto Hollywood


Copio un artículo de la escritora Carmen Posadas, muy relacionado con todo lo que estamos viendo en torno a la educación sentimental:

El efecto Hollywood

Mi hija Jimena volvió furiosa del trabajo el otro día. Por lo visto, en plena hora punta tuvieron que cortar el servicio de metro durante cuarenta y cinco minutos porque un tipo se había acostado en las vías y se negaba a levantarse a menos que su novia (allí presente) le prometiera volver con él. Lo curioso del caso es que cuando he contado la anécdota por ahí, la mayoría de mis interlocutores tendía a comentar cosas como: “¡Pero qué romántico, supongo que ella se habrá quedado embelesada!”, o “¡Qué bonito es el amor!”. ¿Bonito? Qué quieren que les diga, a mí me parece una majadería descomunal que alguien monte semejante numerazo, trastorne el normal funcionamiento de un servicio público y, más aún, que someta a una persona a chantaje sentimental de tal calibre. Todo esto me hace reflexionar sobre algo a lo que vengo dando vueltas desde hace tiempo y es cuán influenciados estamos por un cierto romanticismo barato y elemental que hace que confundamos el amor con un sentimentalismo tontorrón. Para mí la culpa la tiene Hollywood. Sí ya sé que parece un boutade, pero estoy segura de que ese panoli de la vía del metro se creía Tom Hanks en una comedia romántica, o Tom Cruise, o Keanu Reeves. Lo que no sabe el panoli en cuestión es que la vida real no es Hollywood y que, a diferencia del cine, la película de su vida no se acaba cuando su novia del metro, abrumada por la situación le diga “Sí, acepto que volvamos, venga, Manolo levántate de la vía” y le dé un beso. No, la películas de la vida real tienen la mala costumbre de seguir después del beso de reconciliación y lo más probable es que el mes siguiente, una vez pasado el efecto metro, lo vuelva a plantar como una lechuga. Lo malo es que todos sabemos que las cosas no son como en el cine, pero no podemos sustraernos al efecto Hollywood, que ataca a hombres y a mujeres, a personas cultas e incultas, a tontos y a listos porque en el fondo todos tenemos necesidad de que las cosas sean más sencillas, más “rosas” y que la vida tenga finales felices.

Pero la gran paradoja del asunto es que la vida no tiene finales felices, o mejor dicho, sólo los tiene para los que no buscan soluciones a corto plazo como el tontaina del metro que piensa que con montar un numerito ya está demostrando su amor incondicional y que es un tipo romántico y sensible. Porque lo que no sabe ese tipo es que el amor es otra cosa. El amor no son gestos, ni escenas de comedia romántica ni otras zarandajas. El amor, como decía Saint Exupéry en El principito, es una flor muy frágil y caprichosa que hay que regar todos los días para que no se marchite. Los que creen en el amor tipo Hollywood piensan que pareja y mortaja del cielo bajan y que, después a ellos no les corresponde hacer nada por mantener viva la llama amorosa. Piensan, además, que como ellos aman tanto, todo lo que no funcione es culpa del otro; es el otro el que está en falta, el egoísta, el malo. Pero el amor es un oficio, hay que trabajárselo o, mejor aún, hay que alimentarlo a diario. Y no con escenitas histriónicas ni con reproches y luego teatrales reconciliaciones; eso está muy bien para llorar en el cine mientras se come palomitas y se achucha al novio o a la novia. El alimento del amor es mucho menos “cinematográfico” y mucho más gris, pero también más eficaz. Está en verbos muy bellos como comprender o renunciar. Y también en otros más feos como negociar o contemporizar. Los ingleses dicen que se necesitan dos para bailar el tango o el vals y yo creo que lo mismo puede decirse del amor. Si esperamos a que sea el otro el que dé los pasos y nosotros sólo dejarnos llevar, lo más probable es que acabemos llenos de pisotones. El efecto Hollywood hace que, desde fuera, en una relación amorosa de película todo parezca sincronía, ritmo y belleza, como en un vals de Fred Astaire y Ginger Rogers. Pero, a mi modo de ver, en el amor, como en los pasos de esa famosa pareja de baile, detrás de tanta armonía y coordinación hay muchas horas de trabajo y de sudor compartido. Creo que en lo único que se parecen los amores reales a Hollywood y su fábrica de sueños es que mantenerlos requieres mucho hard work, es decir, currárselo todos los días.

viernes, 20 de marzo de 2009

El amor en Occidente


Copio un interesante artículo sobre el amor en Occidente:


El amor y Occidente: releyendo a Rougemont

Antonio Martínez

Profesor de Filosofía



Cada lector tiene un tipo particular de relación con su biblioteca. En mi caso, está ampliamente influida por la nostalgia: me gusta contemplar las atestadas estanterías que llenan mi salón, con muchos libros que aún no he leído y otros que leí hace años y cuyo contenido se ha ido difuminando en mi memoria con el paso del tiempo. Entre éstos últimos los hay, además, que en su momento resultaron decisivos para mi evolución intelectual -y más que intelectual-. Así que, de un tiempo para acá, he adquirido el hábito de tomar algunos de ellos y sacar unas anotaciones básicas de sus ideas aprovechando los subrayados que realicé mientras los leía. Esta tarde en concreto le ha tocado a ese clásico que es El amor y Occidente, de Denis de Rougemont.
Para quien no conozca este ensayo: la idea central consiste en que, en el siglo XIII y a partir del mito de Tristán e Isolda, se difunde en Occidente una concepción del amor desconocida tanto para los griegos como para el cristianismo: el amor como pasión que no desea la consumación ni la llegada de la convivencia matrimonial, sino la exacerbación de la pasión amorosa ad infinitum. Como con gran penetración señala Rougemont, el amor-pasión que, luego, tanta fortuna ha hecho en la tradición novelística occidental, más que amar realmente a otra persona, lo que hace es tomar al ser amado como pretexto para amar el amor mismo o, más allá, para amar el gran Todo en un sentido romántico y panteísta. Una civilización infectada por el virus de este tipo de amor nunca se siente satisfecha con la realización concreta del amor a través de la vida matrimonial. Prefiere, más bien, otra cosa: el amor imposible, el amor idealizado, o desgraciado, o simplemente soñado. Como dice Rougemont, ¡Tristán nunca se casaría con Isolda! Y, por lo demás, ¿acaso tendría sentido que se casaran Humphrey Bogart e Ingrid Bergman al final de Casablanca, y que nos los mostraran en casa una apacible tarde de sábado, con él leyendo el periódico y ella preparando la cena para los niños?
No, de ninguna manera: la civilización occidental no se interesa por el amor que pasa la prueba de fuego de la realidad cotidiana. Prefiere una concepción del amor que tiende al infinito, pero que sólo puede existir mientras no se consuma, mientras los amantes no cometen el sacrilegio de unirse matrimonialmente y -¡oh, horror!- convivir. Y el hecho es que esta mentalidad persiste hasta nuestros días y se esconde tras millones de divorcios que, de modo superficial, se atribuye, por ejemplo, a una supuesta “incompatibilidad de caracteres”. El problema es mucho más profundo y está relacionado con las bases espirituales mismas de nuestra civilización, que, en lo tocante al amor, sufre lo que podríamos llamar el “síndrome del amor romántico”: un amor al que se le pide un sentimiento exaltante de infinitud que sólo se mantiene durante cierto tiempo -la conocida fase de “enamoramiento”-, para decaer rápidamente conforme avanza hacia el gris horizonte de la convivencia marital. Surge entonces el desencanto en el que “se rompe” o “se acaba” el amor y “ya no se siente nada por la otra persona”. De aquí a que una recobrada soltería aparezca con los atavíos de lo apetecible sólo media un breve paso.
Rougemont tenía razón: Occidente anda extraviado en cuanto al tema del amor. Nos hemos vuelto analfabetos para el bello arte del matrimonio. Nuestros contemporáneos le piden al amor de pareja más de lo que razonablemente puede dar. Tenemos que volvernos más humildes y retornar a la escuela del amor: aprender que está hecho de silencio, compañía, trabajo, paciencia y comprensión. Y aprender, sobre todo, que no debemos buscar en él un sentimiento de infinitud que está más allá de sus posibilidades.
Si pretendemos convertir el amor en un sucedáneo de la religión, nos decepcionará sin remedio. Como sabiamente decía C. S. Lewis, “Eros sólo deja de ser un demonio cuando deja de ser un dios”. Una esencial verdad de la que no debemos olvidarnos.

lunes, 16 de marzo de 2009

Sueños de un seductor

Voy a poner un ejemplo poco sutil de educación sentimental, en este caso a través del cine. Se trata de una película protagonizada por Woody Allen, "Sueños de un seductor" (Play it again, Sam), donde interpreta al típico fracasado ridículo, que en este caso además es un ferviente admirador de Humphrey Bogart y de sus películas, hasta el punto de que se imagina al actor dándole consejos sobre cómo tratar a las mujeres, al estilo de un tipo duro. Este ejemplo concreto podría valer para otros más cercanos a nosotros, así que pensemos en qué medida, consciente o inconscientemente, imitamos comportamientos (y también anhelos) cuando nos enfrentamos al amor y a las relaciones de pareja. Inserto cuatro vídeos:







miércoles, 11 de marzo de 2009

Prensa del corazón


Pego un fragmento de un artículo del psiquiatra Enrique Rojas, en que habla de la negativa influencia de la prensa del corazón en la educación sentimental de la sociedad:

Las revistas del corazón son el mínimo común de la cultura de masas. Ya que todos tienen acceso a él. La gente sueña con las andanzas de los otros y se convierte en amigo y familiar y conocido. Estas revistas no te exigen nada, ni te obligan a preguntarte nada. En la publicación escrita el 90 por ciento son fotos y sólo un 10 por ciento es de texto, lo cual ya da una idea de lo que es su contenido. En las que se sirven en televisión, suele haber una serie de contertulios, maestros en el arte de chismes y cotilleos, que ofrecen noticias verdaderas, falsas o deformadas, que son trivialidades de mujeres sin cultura, que hoy han hecho fortuna y enganchan con sus garras y producen una especie de encantamiento. El aire pesa inmóvil y el auditorio queda atrapado en unas sutiles redes de afirmaciones y confirmaciones, trasegando retazos de vidas huecas y sin brújula.

A los que llevan una vida gris, les ayuda a participar en la vida de «la gente importante» y codearse con ellos. Son sueños y fantasías que necesitan tener un final triste, para que el formato de entrega sea completo. ¿Porqué interesa tanto esto, qué carga curiosa tiene ese hurgar en parejas rotas? Interesa la vida afectiva ajena siempre que exista ruptura, desunión, escándalo. ¿Por qué tiene que ser de ese modo? Interesa lo morboso, arrastra, empuja a una curiosidad dañina, que tira de nosotros y nos traslada a una escena romántica con todos sus ingredientes. Vida sentimental expuesta con amplitud, rotura de sus hilos principales y drama con todos sus ingredientes.

Muchas cosas de la vida se mueven como un juego de contrastes. Para ver las cosas claras es menester haberlas visto antes muy oscuras. Sólo apreciamos la salud después de una enfermedad. La felicidad es mayor después de una prueba dolorosa y humillante que ha sido superada. El amor que se ha roto llegó con ceguedad y se fue dejando lucidez. Los consumidores de este género disfrutan con las historias que se cuentan y es fácil verse cogido en ellas. ¿Por qué? Hay un fenómeno contagioso que conduce a influir en la forma de pensar de la gente del pueblo, que va aceptando gradualmente los cambios en los modos de pensar y de vivir los sentimientos. Esto me parece de una importancia evidente. En una sociedad que lee poco, por falta de hábito y por la explosión de televisión, vídeos y cine, ello comporta un influjo enorme de esos programas y magazines.

La prensa del corazón es una subcultura a base del streeptease sentimental de los famosos. No llega a cultura porque no enriquece, ni hace mejor al que se adentra por esos bosques, ni le lleva a madurar más, sino que deja una secuela agridulce, que se diluye hasta la siguiente noticia... produciéndose de ese modo necesidad de sorpresas permanentes, una montaña rusa que va idolatrando esos sucesos inéditos sobre quién ha sido el último en romper su vida conyugal: hay en esa pasión sorpresa y frases que se hacen coloquiales: «qué me estas diciendo, quien podía imaginarlo, parecían un matrimonio bastante unido, ya se comentó hace tiempo, ella no le aguantaba a él, se veía venir, a mi él nunca me gustó» y un largo etcétera lleno de frases estelares.

Idolatría neurótica y enfermiza por conocer los trozos rotos y sus porqués de las vidas sentimentales que han saltado por los aires. Hay detrás de ello: cansancio del propio horizonte, la necesidad de satisfacer unos ratos viendo todo eso para neutralizar la vida personal más o menos anodina o también, contrapesar y nivelar las desgracias de uno con esos dibujos desdibujados.

domingo, 8 de marzo de 2009

Bodivorcio

Quizá no falte tanto para que acabe pasando esto...